Exclusivo en línea: Sistema para ahuyentar el ruido del insomnio
SPara Pablo Rasgado Existe un sonido muy perturbador que se repite incansablemente durante las horas de insomnio. Es un martirio que nos hace dar vueltas en torno a un sinfín de perturbaciones cotidianas (algunas con espejismos profundos, otras banales), son ideas repetidas hasta el cansancio que impiden el sueño. Poco a poco trazan un terreno, […]
SPara Pablo Rasgado
Existe un sonido muy perturbador que se repite incansablemente durante las horas de insomnio. Es un martirio que nos hace dar vueltas en torno a un sinfín de perturbaciones cotidianas (algunas con espejismos profundos, otras banales), son ideas repetidas hasta el cansancio que impiden el sueño. Poco a poco trazan un terreno, un punto donde el sonsonete se establece, un gran torbellino de artefactos sin valor, en el cual desfilan autopartes, alimentos enlatados, pasturas, números de bancos, culpas, errores o vergüenzas, deudas —muchas deudas—, fracasos, una maraña de preocupaciones… Todas estas voces suenan con tal presión sonora que resulta imposible conciliar el sueño aunque cambiemos la almohada de lugar, como si quisiéramos tapar algún chiflón del mantra de los trogloditas.
¿Acaso en medio de todo este barullo podemos encontrar una forma musical? El tedio que nos revuelve la cabeza cuando vamos a conciliar el sueño nos asalta en un santiamén y tiene predilección por ciertos horarios. No pretendo aludir al tedio del minimalismo estadounidense que en repetidas ocasiones nos ha provocado una sensación similar.
¿Cómo analizar el discurso sonoro del insomnio? Me atrevo a llamarlo sonoro, pues esas voces que escuchamos son un gamelán que se queda en los recovecos de los oídos. Pero decir esto no ayuda resolver el problema, el incesante desfile de frecuencias se repite lanzando palabras balbuceantes.
Las voces incesantes llegan a veces sin previo aviso. Y para algunos terminan por volverse una condena cotidiana. El insomnio no es más que una condición del estar, de entrar en un estado. ¿Cuánto debo de colegiatura del kínder? ¿Habré perdido en la mudanza mi afilador de cuchillos? ¿El lápiz viejo que uso contendrá demasiado plomo? ¿o el plomo estaba en las tintas de gel? ¿El mouse inalámbrico hace clic en los archivos de mi vecino?
El sonido de estas preguntas produce ecos. Ya lo sabía Villaurrutia, quien escribió:
La noche juega con los ruidos
copiándolos en sus espejos
de sonidos.
En esos momentos de insomnio banal, los sentidos se dislocan. ¿Cuántos ejercicios habremos inventado para escapar? Más allá de la engañosa cuenta de borregos o de evasiones hacia mundos ideales, he encontrado un método que me ha resultado eficiente y quiero compartirlo.
Dentro de la gran tradición de los chiflidos, una posibilidad es hacer pequeños ruidos sacando aire entre los dientes. Hay que escuchar esos agudos diminutos, pegando los dientes frontales al labio superior y silbando concienzudamente a volumen bajo, distinguiendo las torpezas propias y perfeccionando el juego. No debe hacerse siguiendo una melodía conocida, ya que la única forma de vencer al insomnio es realizar una acción que lo oculte poco a poco. Se podría decir que ya existen técnicas semejantes (las respiraciones, los pranayamas del yoga), pero esos ejercicios parecen extraídos de un manual. Yo hablo de algo más a la mano: partir de cualquier posición y atacar la disgregación sonora de la mente con un chiflido similar al de los mosquitos, al de los mínimos escapes de aire en las ventanas de los barcos.
“Chiflar es un acto de sobrevivencia”, me dijo Pablo Rasgado. Silbar en los momentos de insomnio hace resurgir un motor; los cachetes y los maxilares empiezan a detallar un sonido, a afilarlo, a hacerlo presente. Por su altura aguda, el silbido no resuena en el cuerpo: al escucharlo se percibe una canción de cuna mínima, distractora. ¿Cuáles serán los inicios de las canciones de cuna? Debemos sus raíces en el murmullo, que hace que nuestra boca, nuestra garganta e incluso nuestro pecho vibren. El murmullo es para acurrucar y ayudar a conciliar el sueño del otro.
En cambio, chiflar durante el insomnio, con leves soplidos entre nuestros dientes, no es una técnica para hacer melodías. Si acaso, es una forma de decirnos a escondidas que lo que nos aqueja no es tan importante. Mientras silbamos, encontramos sonidos granulados, sin estabilidad. Pareciera que entendemos el viento, que somos parte de una corriente y ese pequeño fru-fru que se genera en los labios, ese pequeñísimo cosquilleo que nos recuerda a las banderas de pequeños poblados, que danzan solemnes al viento.
Podemos convenir en que esta es una canción de cuna propia, la escucha de uno mismo que se traduce en una estrategia para apagar el ruido de la cabeza. Una estrategia para apartar nuestra atención del kínder, las cuotas, las juntas de padres de familia, la maestra atractiva, la alfombra, que nos parece pésima idea por todos sus ácaros. Por cierto, ¿los ácaros tendrán canciones de cuna?
Chiflar es también un tic sin sentido, un síntoma demencial, la huella del merolico interior que nos ayuda a apaciguar el tiempo sin pensamientos. Lo que silbamos carece de sentido, ni siquiera si recurrimos a alguna melodía de La flauta mágica; es compulsión y supervivencia.
La tarea es precisa. Pon la boca como si fueras a pronunciar una “o”, pasa aire por ahí y escucha esas telarañas de agudos. Abandona el control, como los feligreses mirando un espectáculo de acrobacia. Y escucha ese consuelo de sonidos agudos, que no relajan, pero ahuyentan el sonsonete de los pensamientos repetitivos.
Si pensamos que el insomnio nos puede obsequiar una bomba de agua, esta opción nos parecería imposible. Alguna vez uno de mis amigos me recomendó que para conciliar el sueño me pusiera a pensar en cosas atroces, y en poco tiempo mi sistema represivo se encargaría de que cayera en un sueño profundo. Pero esta técnica nunca me sirvió. Sólo agravó mis problemas y me hizo recordar eventos terribles que ya había olvidado. EP
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