María Callas y el karaoke fantasmagórico
Ahora que el espectáculo ha domesticado a la muerte es posible ver sobre el escenario, a todo color, a Michael Jackson, Tupac Shakur o Billie Holiday (fallecidos en 2009, 1996 y 1959, respectivamente). Esto nos trae una serie de cuestionamientos, algunos claramente éticos, otros de naturaleza más difusa. ¿Qué repercusiones tiene presentar un show en vivo de un cantante muerto? Sabemos que, cuando de alcances comerciales se trata, la voracidad de la industria no tiene límites: recordemos que la discografía entera de los Beatles se ha relanzado varias veces con la consigna de un nuevo producto “mejorado” tras un misterioso proceso de remasterización, lo mismo que las sinfonías de Beethoven interpretadas por Karajan. Es evidente que estas versiones se escuchan distinto, en ellas la música pierde ese halo de antigüedad, de grabación histórica, para adecuarse a nuestros nuevos sistemas de sonido. ¿No hay acaso algo turbio en esa idea? ¿Será necesaria una categoría en Spotify que se llame los muertos remasterizados? ¿Será una estrategia comercial para darle a ciertos discos que ya alcanzaron su límite de ventas un empujón que venda millones más? Estas preguntas que carcomen están íntimamente ligadas a la idea del holograma y del show de los muertos cantantes. Hasta las grandes salas de conciertos del mundo han terminado por darles acceso, entregados a la certeza de que las entradas se agotarán. ¿Qué lleva a los consumidores a abarrotar esta clase de espectáculos?
A mí lo que me interesa son los hologramas, la tecnología en su estado puro. Ver cantar a Billie Holiday con una banda hechiza de músicos de Berklee haciendo un karaoke, por ejemplo. Hablemos del patetismo de esos músicos sonrientes al seguir a una cantante de fraseos y tiempos tan peculiares, pensemos en ese karaoke a la inversa: un grupo de profesionales acompañando a un cantante muerto. Hay en estos espectáculos una suerte de nostalgia, una especie de vivencia del pasado, una forma de no habernos perdido tal actuación, una manera de acceder a esos conciertos míticos. Simon Reynolds, quien ha escrito al respecto de esa nostalgia tan presente en la cultura pop, se pregunta cuál es el futuro de la música que vive obsesionada con su pasado, incluso con el más inmediato –y siendo más drásticos, con un fetichismo, como el de ver finalmente a la admirada cantante. Qué emoción tocar con un fallecido. Más que una evocación, una resurrección. ¿Sería posible este mismo espectáculo con otro tipo de solista, con un saxofonista por ejemplo, o los hologramas solo serán estarán dispuestos a ser cantantes?
Para ser sincero, me hubiera encantado escuchar a Farinelli o por lo menos a Alessandro Moreschi (el último castrati). Uno de estos intentos se hizo en la polémica película de Gérard Corbiau (1994) que, a pesar del manejo frívolo y sin rigor histórico del personaje, tiene su gran mérito en la tecnología y permite al espectador imaginar su canto. De él se decía que “podía mantener las notas durante tanto tiempo que los que le oían pensaban que era imposible hacer aquello de manera natural”. Inventar la voz del más celebre de los castrati estuvo a cargo del Institut de Recherche et Coordination Acoustique/Musique (IRCAM), uno de los grandes espacios de investigación, experimentación y creación contemporánea con música y sonido. El IRCAM realizó la tarea juntando a una soprano y un contratenor con artilugios tecnológicos que hacen de este transformer un mecanismo de capas de sonido.
Al escucharlo de nuevo, 25 años después, percibo esa voz como un tétrico cacareo, un fantasma crudo, algo revolcado por sus karmas. Es notoria la mano de los ingenieros en los agudos perniciosos y la artificialidad montada. No es de extrañarse: ¿cómo hubiera podido el IRCAM imitar sus increíbles notas larguísimas, sus “sonidos que se quedaban en las fisuras de las orejas”, la glotis milagrosa y un tórax de formas dignas de los aliens?
Sigue avanzando este artificio que se pone de manifiesto ahora que María Callas llega al Auditorio Nacional para un karaoke fantasmagórico que llegará de la mano de la también fantasmagórica Orquesta Sinfónica de Minería. Y conste que no tengo nada en contra de los ciborgs, me encantaría verlos en una banda tocando globos con sustancias tóxicas y guitarras confeccionadas con sus propios intestinos, remixes con hologramas de Screamin’ Jay Hawkins. Lo que me inquieta más bien es haber perdido el encanto por las grabaciones antiguas, esa necesidad de la nitidez, de la alta fidelidad. ¿Por qué no conformarnos con un documento más auténtico, con sus virtudes y defectos?
La confección del espectáculo de María Callas en el Auditorio Nacional está a cargo de Elisa Wagner/ICP Corp. ¿Qué clase de remasterización balística habrán hecho? En un texto publicado en Opera Wire, David Salazar explica que los creadores del holograma trabajaron con una doble durante nueve meses, tratando de imprimir en ella los gestos de la diva, el movimiento de sus dedos, su manera de relacionarse con los espectadores. A fin de cuentas, los actos usados representan “lo que se quiere ver”, esa cursilería kitsch que encarna lo que el público aclama.
¿Qué pensaría Callas de estar en México con la sinfónica de Minería? Tal vez debemos quedarnos callados y dejar que Elisa Wagner/ICP Corp haga lo que quiera. Además de voz, María Callas era temperamento. ¿De qué humor vamos a encontrar al holograma? ¿No les parece casi grotesco este Disney para abuelitos? ¿Cuándo es que las sinfónicas terminaron por volverse herramientas espiritistas?
Espero que no muchos se hayan ido con la finta de que la voz de Farinelli era así. Espero que el holograma falle, ¿no es ése acaso el escenario más futurista? ¿Cuántos botones de pánico habrá? Tenemos la esperanza puesta en una nueva forma de complicidad, una fe ciega en la tecnología, pero ¿qué pasará si la orquesta se queda acompañando a una María Callas silenciosa hasta que sus ademanes se desvanezcan y quede ese acompañamiento burlesco de una sinfónica contratada como médium?
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