Aquí nadie sabe tu nombre, 2012
Aquí nadie sabe tu nombre, 2012
Emilio Hinojosa Carrión
Aquí nadie sabe tu nombre
Isabel Zapata
De los más de ocho mil fieles que había en la Basílica de Guadalupe el 2 de abril de 2012, lunes santo, nadie supo el nombre del joven que escribió la misa que entonces se celebraba. Nadie supo tampoco que el camino que culminaba aquella tarde había empezado más de un año atrás, cuando el compositor le propuso al sacerdote Miguel Saloma la idea de escribir una misa para ser presentada dentro del oficio ni mucho menos que tal cosa no se le había comisionado a ningún compositor del país desde hacía más de cien años.
El compositor tenía menos de treinta y estaba sentado solo al fondo del recinto. Su nombre, ése que los fieles no supieron, es Emilio Hinojosa Carrión.
Cuando la propuesta fue llevada por Saloma a la Arquidiócesis de México, la respuesta fue la esperada: los curas querían saber quién era este muchacho, si su música era digna. Emilio los visitó en sus comidas para convencerlos y llevarles ejemplos que les dieran una idea de cómo sonaría la misa. Los diáconos y el director del coro lo examinaban entre un bocado y otro de filete y se miraban entre ellos con extrañeza. Los convenció poco a poco la seguridad con que Emilio hablaba de su fervor religioso, de cómo el Gloria le recordaba a las caminatas del éxodo, de sus tardes de tocar el piano en casa de su abuela y de la fascinación por la música sacra que le había nacido en los inviernos infinitos del Conservatorio Tchaikovski, en Moscú.
Para documentar su entusiasmo, Emilio presentó su acta de bautizo de Villahermosa, Tabasco. Pero había un problema más: faltaba la confirmación y para eso faltaban también un montón de domingos de levantarse temprano para tomar catecismo en una parroquia de la colonia Portales. Domingos de comentar pasajes de la Biblia, de aprender nuevas oraciones, de preparar la misma. Unos meses después, Emilio le confesó sus pecados a un obispo gordo: «cuando tenía seis años corrí a todos los invitados de mi fiesta con un cuchillo en la mano, una vez le robé una marimba a mis hermanas para dársela a otra que tenía menos juguetes, he mentido, he exagerado, he deseado muchas veces a mujeres prohibidas».
Nadie grabó nada aquel lunes santo y la misma seguramente no volverá a tocarse jamás, así que lo que sucedió ese día en la Basílica también es, del algún modo, un acto de fe. Pero aunque nadie sepa su nombre, seguramente habrá quién recuerde su obra, acaso las partes más estridentes, las que parecían gritos, pero gritos perfectamente medidos en la inmensidad de la nave. Hay quien dice que vio niños asustados, señoras llorando. Yo les creo.
En el apartado xvi de sus Sermones y prédicas del Cristo de Elqui, Nicanor Parra dice que: “A mí me parece evidente /que religión y lógica a la larga / vienen a ser prácticamente lo mismo / se debiera sumar / como quien reza un ave maría / se debiera rezar / como quien efectúa una operación matemática”. A eso hay que añadirle la música, que es una forma de las matemáticas: Emilio compuso una misa como quien hace multiplicaciones con los dedos, como quien reza aunque no sepa a quién, como quien cierra los ojos y se entrega al sonido que rebota en la capilla.
Aquello que hemos dejado de escuchar
Jorge Solís Arenazas
1
Durante siglos, la música litúrgica se forjó partiendo de una condición singular. A diferencia de una sinfonía o una pieza de cámara, una misa no surgía con la intención de desembocar en un contexto en el que la música fuera el elemento principal, como en un concierto. Por el contrario, los creadores de anónimos del Kyriale o los compositores desconocidos del siglo xiv, cuyas obras se han conservado hasta nuestros días (varias de ellas fruto de procesos accidentados, en los que se recogen materiales colectivos), definieron una tradición en la cual la música estaba integrada a un oficio eclesiástico.
Con la llegada de las primeras misas propiamente «autorales» —en el periodo que va de Guillaume de Machaut a Giovanni Pierluigi da Palestrina— esta circunstancia permaneció invariable y contribuyó a definir cierta fisionomía musical. Johannes Ockeghem, Orlando di Lasso, Josquin des Prés, Antoine Brumel o Matteo da Perugia se apegaron a los textos del misal y, gracias al tratamiento de la polifonía, terminaron por dotarlos de una gran plasticidad sonora. En todo caso, la organización de las ideas compositivas debía responder estrictamente al sentido del ceremonial, no a una evocación expresiva.
Bajo esta noción, no sería erróneo calificar a la misa como música ancilar, esto es, un arte puesto al servicio de un ritual que le confería límites formales. Sin embargo, este lenguaje musical es irreductible a una instrumentación sonora del discurso religioso. Si fuera así, las misas habrían languidecido hasta convertirse en un repertorio de variaciones formales o guiños estéticos sin mayor profundidad. A decir verdad, sucedió justo lo opuesto. El género persistió, aun cuando los cultos eclesiásticos que le sirvieron como marco de origen perdieron su papel tanto en la esfera social como en la vida espiritual de las personas. Podría afirmarse que los cambios en los planteamientos compositivos de las misas acompañaron transformaciones decisivas. En las notas musicales resuenan otros cambios históricos. Habría que pensar en la forma en que la sensualidad de los madrigales reaparece en las misas de Palestrina y compararla con la austeridad de la Misa en Si menor de Johan Sebastian Bach, por ejemplo. La acariciante solemnidad del primero, imbuida del catolicismo mediterráneo, se transforma en la profunda constricción melancólica del segundo, que no es ajena al legado místico del luteranismo.
Junto con otras expresiones de lo que por economía expresiva llamamos «música sacra», las misas alcanzaron un poder sugestivo que quizá no sería exagerado equiparar con el que en términos visuales tuvo la Biblia pauperum. Sin desconocer sus enormes diferencias, es posible aceptar que tuvieron un proceso similar. Las imágenes de aquella también fueron creadas con fines ancilares y conformaron un legado que posteriormente se tradujo en búsquedas visuales y estéticas de un orden imprevisto, fuera de su contexto original.
En términos musicales, esta transformación se vuelve más evidente una vez agotado el periodo barroco, para decirlo con una fórmula demasiado esquemática. Los principales compositores clásicos no rehusaron la escritura de música religiosa, como lo prueban las obras de Mozart o Haydn. Pero es claro que en ellos ya no posee el mismo peso que tuvo para músicos como Händel o Monteverdi. Tal vez si pensamos en el papel de las llamadas parodias la transformación se torne más clara. En la tradición musical, una parodia consiste en el uso de material previo, del propio compositor o de alguien más. Se trata de un recurso comparable con la imitatio de la retórica latina. Durante el Renacimiento fue una práctica tan recurrente que incluso se acuñó el término de misa parodia para dar cuenta de las piezas a las que, bajo nuevos arreglos para una dotación coral, se les añadían los textos del Ordinarium Missae.
Para volver al ejemplo de Bach, es necesario recordar que la Misa en Si menor se creó originalmente integrando distintas parodias, con fragmentos de cantatas, motetes y otros elementos de su propia autoría. Menos de un siglo después, Hector Berlioz usó un método idéntico con su Misse sollennelle, pero en un sentido invertido. Pues el músico francés, seis años después de estrenar su misa en Saint-Roch, reelaboró parte del material en una composición «profana», la Symphonie fantastique. Las frases melódicas consagratorias del Gratias reaparecen en la sinfonía, con otro tempo, para celebrar las pasiones y la ensoñación de un artista durante una marcha por el campo. Lo que había formado parte de una invocación divina deviene en una consagración de la subjetividad humana.
Berlioz representa la secularización experimentada en aquella época no sólo en las artes, sino en la totalidad de la esfera social. Acaso esto sirva para explicar, al menos parcialmente, porqué a partir del clasicismo varias de las misas más memorables corresponden a oficios de difuntos. Parte del legado de Mozart, Gounod, Brahms, Fauré, Verdi, Bruckner o Dvorák encuentra su última forma expresiva en el Réquiem. Estos músicos tuvieron que enfrentarse a una disociación creciente entre la práctica de la liturgia y el género musical de la misa, ya sea que asumieran la fractura como una crisis o que le abrieran los brazos como si se tratara de una liberación.
Quienes trabajaron con música religiosa durante el siglo xx debieron pensar de manera aún más tajante en el contexto de la sala de conciertos (o incluso en el templo transformado en una sala de conciertos) como el recinto final en el que se escucharían sus obras. Tanto si los compositores sólo apelaban a una tradición formal como si sus creencias más íntimas y personales abrazaban algún credo, lo cierto es que la música moderna se inscribe en un tiempo histórico en el que la experiencia religiosa parece fuera de lugar, a menudo relegada a un coto privado o incluso convertida en una excentricidad. Las piezas de los rusos Sophia Gubaidulina o Alexander Scriabin, la lituana Onuté Nairbutaté, el polaco Krzysztof Penderecky o el francés Olivier Messiaen, cuyas tentativas estéticas son tan disímiles que la simple proximidad de estos nombres podría antojarse caprichosa, manifiestan con claridad dicha escisión irreversible.
2
Aun de manera tan tosca y con generalizaciones tan poco propicias para los matices, el anterior esbozo de cómo ha cambiado el contexto de la música litúrgica es necesario para entender porqué resulta sui géneris la misa que la Arquidiócesis de México comisionó a Emilio Hinojosa Carrión. La obra fue concebida para formar parte de un oficio celebrado en la Basílica de Guadalupe durante la semana mayor del 2012, una ceremonia en la que algunos jóvenes recibirían la ordenación sacerdotal, a cargo del obispo diocesano.
Abundar en el contexto no es una simple digresión. No debe olvidarse que la Basílica situada en el cerro del Tepeyac, al norte de la Ciudad de México, es uno de los centros de peregrinación más concurridos de todo el mundo, incluso desde antes de que el culto mariano se estableciera en el continente americano. Para quien nunca haya visitado el sitio sería suficiente recordar algunas secuencias de Pilgrimage, el documental que Werner Herzog filmó en 2001. En él, la cámara se ve imposibilitada para brindar imágenes de conjunto, dado que cualquier tentativa de composición visual está permanentemente rebasada por la afluencia interminable de los creyentes. Aunque no hay sonido directo, pues todo el tiempo se escucha una sosegada partitura de John Tavener, la presencia hormigueante de los rostros logra transmitir la vívida sensación del ruido. No es necesario sugerir que ocurre algo estruendoso, basta con mostrar las dimensiones masivas de la congregación para comprender que cualquier cosa que resuene en ese espacio se relativiza con la presencia de otros cuerpos que no están ahí con el propósito de escuchar. Incluso cuando las personas aparecen inclinadas en relativo silencio, musitando algún rezo, el documental plasma con contundencia cómo la energía vital de las marchas devocionales desborda cualquier ceremonia.
Sobre estas condiciones de escucha surgió la misa de Emilio, compuesta para un coro mixto de dieciséis personas y el órgano tubular Wurlitzer, de dimensiones monumentales, con el que se acompañan las liturgias en la Basílica (el cual, dicho sea de paso, había sido restaurado apenas dos años antes, luego de permanecer en silencio por tres décadas y media). Al escuchar dicho instrumento es difícil no sospechar que está ahí menos para ser atendido, en el sentido habitual en que percibiríamos cualquier fuente sonora de naturaleza musical, que para despertar las voces de los presentes y, mediante su despliegue físico, propiciar la participación activa de todos (igual que lo haría un ensamble de percusiones en un carnaval). No en balde en ese mismo órgano se ha interpretado hasta el delirio la composición de Julián Zúñiga que con los años terminó convirtiéndose en el signo de identidad sonora más indeleble del lugar.
Las partes de la misa para las que se escribió música fueron las siguientes: Kyrie eleison, Gloria, Sanctum, Agnus Dei y Dies irae. Puede parecer curioso que aparezca este último en una misa de ordenación sacerdotal, pues es más propio de las misas de Réquiem (se trata de un himno latino que versa sobre el Juicio final, atribuido a Tomás de Celano, a Bernard de Clairvaux e incluso a Gregorio Magno). Esta decisión surgió del proceso de interlocución entre el compositor y la diócesis, así que el Dies irae adquirió el sentido de renuncia a la vida mundana, un paso imprescindible en la vocación sacerdotal, según es entendida en el credo romano.
En el aspecto formal, Emilio Hinojosa Carrión se concentró sobre todo en dos rasgos: por un lado, desarrolló líneas melódicas relativamente simples con apego a la tradición del texto latino; por otro, exploró lo que podía lograrse con las proximidades tímbricas entre el órgano y el coro, que funcionó en todo momento como conjunto, sin voces solistas. Además, el coro estaba centrado en las primeras escalas, aprovechando la gama de sonidos bajos. Gracias a esto, se acentuaban las posibilidades armónicas y se creaban texturas de una gran carga atmosférica.
Las características de la pieza se definieron en gran medida por su función dentro del oficio. Sus partes no fueron escuchadas como una unidad musical, sino de acuerdo con la distribución en la estructura litúrgica, conviviendo de forma constante con elementos no musicales. Por eso el trabajo nos remite menos a una composición que a una experiencia de otro orden, como debió suceder en los orígenes de la tradición, cuando las decisiones formales no siempre surgían de consideraciones estéticas. Los maestros de capilla con frecuencia no podían decidir siquiera las dotaciones orquestales, sino que se veían obligados a trabajar directamente con los músicos que estaban a su disposición.
La misa de Emilio apela de manera tan decidida a estas condiciones de audición que decidió que no se llevara a cabo ningún registro, incluso la composición ni siquiera cuenta con un título. Tampoco ha querido que sea interpretada en otro momento y se ha negado a llevarla a un contexto diferente, como una sala de conciertos o un estudio de grabación, donde su trabajo podría ser percibido de manera unitaria, como un evento por sí mismo.
Esta postura vuelve a remitir a las condiciones históricas de los compositores de misas, quienes difícilmente hubieran esperado que su trabajo se escuchara en un entorno ajeno a los templos. En algunas ocasiones, los materiales de la música litúrgica ni siquiera fueron interpretados en vida de los compositores, como ocurrió con la citada Misa en Si menor de Bach. Y para continuar con nuestras mismas referencias, no hay que olvidar que la misa de Berlioz apenas se ejecutó un par de veces, de hecho se le creyó perdida hasta que un hallazgo fortuito en una iglesia de Amberes hizo posible su recuperación, a finales del siglo pasado.
La partitura (o los sistemas de escritura previos, como el pneumático) no equivale a un registro. Sin afán de desviarnos demasiado, vale la pena recordar que durante mucho tiempo la notación musical fue concebida en tanto que herramienta mnemotécnica y no se esperaba de ella que tuviera un estatus definitivo. A esto hay que sumar el papel de los compiladores. La llamada Misa de Toulouse o la Misa de la Sorbona, por ejemplo, han llegado a nosotros gracias al trabajo de copistas tardíos que recopilaron materiales heterogéneos. Y se ha logrado identificar que en la Misa de Tournai se integran elementos que surgieron en dos siglos distintos. Por lo cual esta música no posee el mismo perfil que una composición unitaria.
Concebir la música en tanto que gesto efímero, supeditado de manera irrevocable a un espacio concreto, es algo que entraña su propia belleza. Y curiosamente nos permite conectar las raíces tradicionales más profundas con algunos de los tópicos más contemporáneos. Al mismo tiempo nos recuerda que, en el sentido más estricto, la música no se limita a los sonidos articulados. Ni se dirige únicamente a nuestros oídos. La música también se mantiene en vilo por su naturaleza transitoria y nos pone en contacto con aquello que hemos dejado de escuchar.