Dioramas urbanos
“200 millones de discos después, Céline Dion sigue sin gustarle a nadie”.
Carl Wilson
Los museos de historia natural nos sumergen en una quimera perdida. El tigre dientes de sable impecable en su bravura, inmóvil y elegante, muestra su rugido, ese gesto imaginado, mímico, en su hábitat iluminado. Está ahí, en medio de esa atmósfera anticuada que recuerda a las casas de las abuelas: entre alfombras pastosas y bromelias plastificadas de otras épocas.
Como si se tratara de un zoológico, un vidrio nos aleja de un ser mítico que permanece encapsulado mientras escuchamos el vocerío de los transeúntes haciendo su promenade embelesada. ¡Qué gente tan curiosa, ramplona y perversa se encuentra en estos lugares! ¡Curiositos! Sus sosegadas voces nos ahuyentan del falso hábitat del tigre dientes de sable, escuchamos la multitud de humanos llevándose la mano a la boca ante la sorpresa de estas utopías en pequeñas dosis. A menudo se ven obtusos visitantes escuchando con audífonos a un locutor hablando del espécimen extinto, integran el auricular sabiondo en la experiencia de la museografía.
Es curioso observar que, gracias a las magnitudes y características de estos museos –sus interminables pasillos, sus techos altos, sus pisos de mármol–, el sonido lo vuelve todo más confuso, pareciera que son los animales los que nos miran.
Me hace recordar a ciertos dinosaurios, muy conocidos y coloreados por los niños. Resulta que el engranaje de sus huesos no es tal, muchas piezas son apócrifas.
Los restos fósiles de este enorme cuadrúpedo del Pleistoceno fueron descubiertos en 1787 por el fraile dominico Manuel de Torres en las barrancas del río Luján, cerca de Buenos Aires. Los huesos se guardaron en el palacio bonaerense del marqués de Loreto, virrey de La Plata, y posteriormente fueron embalados en siete grandes cajones y enviados a España en mayo de 1788, junto con dibujos del esqueleto completo y de los diferentes huesos.
Pienso en el trayecto del gran mamífero, en cómo estos cuerpos formaban colecciones, economía pura: “Yo tengo un ejemplar de un mamut de las tinieblas grisáceas”. Imaginemos que el fraile dominico Manuel de Torres hubiera poseído el canto de un faisán, el graznido de un dodo, ¿existiría el mismo lugar para el coleccionismo?
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La fonoteca de los cantos de las aves extintas, los gruñidos de los osos de Siberia, ¿nos mantendríamos en silencio ante ellos? Si no los conocimos, ¿es necesario recrear el canto del pato labrador? Entraríamos a cápsulas sonoras imitando digitadamente las aves que perdieron su voz.
¿Cómo sonaba el emú de la isla Kangaroo?
¿Cómo sonaba el ave elefante que habitó en Madagascar?
¿Cómo cacareaba la gallina de brezo que describió Linneo en 1758?
¿Cómo sonaba el gorjeo de la paloma frugívora filipina?
¿Cómo sonaríamos todos en conjunto, esta sala, y la incapacidad de los visitantes de guardar silencio?
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El fotógrafo Francisco Mata Rosas tomó una fotografía en la que se ven acomodados los residuos de estéreos, equipos de sonido con radio, dobles caseteras y espacio para CD, perillas perniciosas, botones coloridos. Son quizá los mejores artilugios de los años noventa: los colores fosforescentes y los filos plateados (el emblema de una casa bien habitada). Pero todos nos deshicimos de ellos, no existe en la tierra una persona que haya guardado el suyo: ahora pertenecen a la calle y a los basureros. Son equipos irreparables, vacíos, con su carcaza de poliestireno y cables enmarañados, con tweeters y buffers destinados al fracaso.
En la fotografía, parte de la serie “instalaciones involuntarias”, vemos la permanencia de una época, de una mercadotecnia barata, sucia; vemos esta vitrina silenciosa, especímenes que guardan silencio ante el jolgorio de la calle. Por primera vez un museo de historia natural hace justicia, hay sonido en las coyunturas de este tetris perfectamente armado.
Si prestamos atención, podemos oír el lamento de estos artefactos inservibles. ¿Qué injurias se habrán escuchado? ¿Cuántos éxitos rotundos pasaron por sus circuitos chinos y endebles? ¿Qué esperaban? ¿Que fueran piezas de museo? ¿Habrá coleccionistas de estos artefactos?
Esto es un mosaico de nuestra cotidianeidad sonora, la bulla a la que nos acostumbramos a escuchar a gran volumen y con los bajos saturados. Ahora pasa lo mismo con las bocinitas bluetooth, son las herederas de estos estrepitosos microcomponentes. Una bocina que sirve para no escuchar, para aturdirse, para amenizar, quizá para recordar amoríos, viveslatinos, es tener la melodía taladrando la cabeza, y omitir que existen una cantidad de capas, de producción, de microfonía.
Nos queda imaginar qué sonó en aquellos viejos estéreos: óperas de Verdi, la Kbuena, los hallazgos de música progresiva de dos adolescentes, los himnos nacionales, Ace of Bace, las sinfonías de Beethoven por Celibidache, “Dur Dur d’etre Bebe!”, Radioactivo, Eduardo Lizalde en su programa Memorias y presencias, Iannis Xenakis, todo sonando en aparatos confeccionados para hacer lo opuesto a reproducir los sonidos con fidelidad… Sólo se trataba de la ostentación del sonido, de modificarlo para tronar, de un mundo de cancelaciones, un bulto desfigurarado.
El artilugio perfecto para que Celine Dion vendiera 200 millones de discos.
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