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Dos ecosistemas sonoros

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    Dos ecosistemas sonoros

    Emilio Hinojosa Carrión
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    “Rinoceronte blanco del norte: quedan 25;
    extinción inevitable.
    Rinoceronte de Java: quedan 60;
    extinción inevitable.
    Rinoceronte de Sumatra: quedan 300;
    extinción probable.
    Rinoceronte indio: quedan 1.700;
    en rápida disminución.”
    Eliot Weinberger

     

    La soledad del rinoceronte blanco. Un sonido acompaña al animal que asume su destino frente al fango –un saco de entrañas, una carcaza de hierro que se mantiene sobria en la inmensidad de lo no habitado–. El color nos hace envidiar a los sinestésicos: ¿qué sonidos abrazan al rinoceronte blanco? Postrado sobre la tierra, evitando la fricción y mojados los ojos:

    fija su centro que le faja
    como la carga de plomo necesaria
    que viene a caer como el sonido
    del mulo cayendo en el abismo.

    Lezama Lima dice abismo, dice caer como el sonido. Esta faja que envuelve –quizá la palabra faja sea un sinónimo de paisaje en este momento– hace que sostenga un peso, pero el sonido se lo impide y el rinoceronte –o el mulo, en el caso del poema lezamiano– cae en un abismo drástico, como un bajo continuo perdido dos compases atrás. (Es posible imaginar, aquí, un bajista descifrando los pianos de Cecil Taylor, un acompañante que escucha con atención las quejas del paraíso.)

    El mamífero está a la intemperie, observado por un color lleno de matices. Y cae, se deshace en ese color como si fuera una miel de flores del bosque, nítida, aun sin cristalizar, un guiño a la revelación, a una faja que lo fija.

    Él se escucha a sí mismo. Su piel, de cerca de 2cm de grosor, es lo suficientemente fuerte como para frenar los objetos punzantes. Sin embargo, dialoga con el aire de la Laguna Seca de Jalisco. En las zonas del abdomen y el cuello se advierten pliegues, arrugas donde el aire se acomoda, refresca su armadura.

    El rinoceronte está destinado a escucharse.

    Su cuerpo detiene todo estímulo acústico, su templanza introspectiva encapsula sus sonidos y, absorta, es su propia cámara anecoica, con sus grandes órganos difusores.

    No existe un estetoscopio para llegar a su latido.

    Está tranquilo en su silencio.

    Es una cápsula de sonido en medio de la planicie.

    Su armadura protege sus sonidos.

    Su interior no quiere ser escuchado, es intocable. Es el animal que no pudo abrir Descartes. Nada debe agredir el ecosistema sonoro íntimo de un rinoceronte.

    En su serie “Welcome to Paradise”, el fotógrafo Oswaldo Ruiz evoca “estos dos universos sonoros, en combate como un par de actores que interpretan la guerra de las Dos Rosas”.

    En la fotografía está el interior del rinoceronte blanco y el paisaje rosa, y no el de la gran pradera, vil, légamo de rancho, limo y cieno de laguna extinta, donde se encuentra el rinoceronte cayendo en el abismo.

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