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Réplica, 2017

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    Réplica, 2017

    Emilio Hinojosa Carrión
     
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    El paisaje de las rupturas

    Para definir un territorio es indispensable considerar la historia de sus tensiones y guardar memoria de sus acontecimientos límite. Interrogar los instantes de choque súbito o las batallas que, de tan prolongadas, se tornan invisibles; acopiar el lento eslabonamiento de sus heridas e identificar el sarro del tiempo que va ocultando el paisaje de las rupturas.

    La Ciudad de México ha transitado por epidemias, inundaciones, incendios; la huellas de asonadas, cuartelazos, sitios de ejércitos extranjeros y tragedias de todo tipo marcaron su primer siglo de vida, mientras que una radiografía de su etapa moderna exigiría volver una y otra vez sobre los múltiples rostros de la violencia. Acaso, dentro de este contexto negro, los sismos sean una especie de núcleo sensible, dada la significación que han revestido. Basta recordar el de 1911, que coincidió con la entrada en la capital de Francisco I. Madero a la cabeza de una columna de rebeldes, o el de 1985, que a la postre socavó ciertos relatos hegemónicos y desembocó en una relativa transformación del diseño político e institucional del país.

    Cuando su fuerza es inusitada y obliga a suspender temporalmente el funcionamiento habitual de la ciudad, los terremotos transfiguran las fronteras entre el sentido comunitario y las responsabilidades políticas. Por su carácter repentino, impredecible y recurrente, permiten ver los mecanismos de nuestra fragilidad y socavan las fronteras, en apariencia estables, entre la experiencia social y las fuerzas naturales. La narrativa que se teje en torno a ellos exige redefiniciones urgentes: desde la emergencia de un epos —en apariencia anónimo e instantáneo— hasta el diseño de los espacios urbanos —con su carga de asimetrías, la forma concreta de sus relaciones de poder y sus maneras particulares de construir memoria.

    Réplica —la segunda obra colaborativa de Lorena Mal y Emilio Hinojosa Carrión— se inscribe en este punto de partida al trabajar con diversos registros de treinta sismos que han marcado la fisionomía de la Ciudad de México. Comienzan con el del 19 de septiembre de 2017 y retroceden hasta llegar al del 7 de abril de 1845. Este lapso de casi dos siglos da cuenta de una condición persistente con la que debemos vivir, dadas las circunstancias geológicas del territorio en cuestión, y muestra las maneras en que se han transformado la cuantificación, la interpretación y la documentación de tales eventos.

    Los sismogramas existen sólo desde hace poco más de cien años, así que al reconstruir el pasado resulta inevitable lidiar con huecos en la información. Ahí donde faltan mediciones tecnológicas de los movimientos telúricos es necesario ajustar la estrategia y tomarle el pulso a otro tipo de materiales. Dichos vacíos también definen el archivo y, en su silencio, despliegan su propia narrativa. En el caso de Réplica, los relatos orales —que suponen, en sí mismos, un tipo particular de entramado tecnológico— constituyen una fuente de información que permite bordear los puntos ciegos de la historia.

    Las imágenes sismológicas, por su parte, se sitúan en una zona ambigua: son representaciones del paisaje y ellas mismas funcionan como elementos paisajísticos, capaces de dar cuenta de las condiciones de producción visual a través del tiempo. Si los primeros documentos de este tipo (hechos con aguja sobre papel ahumado) remiten a la noción de un dibujo no mimético, que posee sus códigos específicos, los últimos dependen de los entornos digitales. Este cambio nos habla de una relativa «desmaterialización» de los registros, es decir, reproduce la paradoja de las sociedades de la información y el capitalismo tardío: por un lado, la producción material alcanza niveles frenéticos; por otro, se vive un déficit de materialidad y todo parece existir sólo a través de mediaciones, en esferas abstractas.

    En todo caso, los documentos y las huellas mnemónicas que dejan tras de sí los movimientos telúricos poseen funciones específicas y, por lo tanto, sólo dan cuenta de aspectos particulares del evento. Pueden pertenecer al dominio de los saberes geofísicos o caer en el ámbito de la percepción social y la conformación de sus imaginarios. En última instancia, no dejan de ser apuntes fragmentarios, que condicionan el perfil de todo trabajo archivístico al respecto.

    Lo anterior puede parecer una obviedad, pero resulta necesario recordarlo en la medida en que los sismos son, en su sentido más patente, una experiencia de fragmentación. Con ellos, la noción de fractura recorre transversalmente todos los ámbitos de la experiencia y junto con la cauda de daños materiales surge un correlato inevitable: la imposibilidad de entender la vulnerabilidad mediante los referentes y las escalas habituales.

    Por ello resulta determinante la forma en que dichas experiencias de fragmentación se reintegran a un espacio expositivo. En el caso de Réplica el sonido comienza por ser una estrategia de recuperación y permite abordar tales eventos desde una de sus facetas menos reconocibles, no hay que olvidar que los choques entre placas tectónicas producen su propia trama sonora, aunque ésta escape al oído humano.

    A partir de los datos recopilados por Lorena Mal en varios archivos sísmicos, Emilio Hinojosa Carrión diseñó una partitura. Se trata de una composición para coro mixto, con dotación de cuatro cantantes por cada tesitura: soprano, alto, barítono y tenor, que actúan de forma independiente y simultánea, lo que los lleva a generar contingencias armónicas dentro de la estructura musical.

    La distribución de los cantantes no es la que habitualmente se encontraría en la sala de conciertos. Los miembros del coro ocupan distintas posiciones en el recinto, de tal forma que escenifican otros aspectos territoriales: cada uno de ellos responde a algunas de las zonas señaladas en el Mapa de Microzonificación de la Ciudad de México, elaborado por Mario Ordaz y Luis Eduardo Pérez Rocha.

    En su condición de cuerpos resonantes, las voces responden a las frecuencias sísmicas, pero trasladadas a la escala audible, lo que sólo es posible al acelerar sus vibraciones. El lenguaje de la partitura no es simplemente una traducción de la información recopilada ni una vía para construir un relato musical de los registros sísmicos, sino una exploración con sus posibilidades formales y las tensiones que ponen en juego. Los accidentes y los errores en los sismogramas se recuperan en la pieza a través de los gritos modulados, los siseos, la respiración cortada o los glissandos… La mayor parte del tiempo, la partitura se compone de fonemas que no están supeditados a una referencia semántica definida, salvo en los pasajes que corresponden a los sismos documentados mediante la historia oral. En estos casos, algunas frases de los testimonios se transforman en el eje de pequeños recitativos, que a su vez evocan la recurrencia en las narraciones que suelen surgir tras los temblores, posiblemente como gestos para aquilatar la devastación. Un conjunto de testimonios que permiten leer algunos mecanismos de negociación colectiva con el instante de las rupturas y recuerdan la necesidad de leernos a través de nuestras grietas.

     

    Jorge Solís Arenazas

    Ciudad de México, noviembre de 2017

     

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