Vísperas, 2021
Vísperas, 2021
Emilio Hinojosa Carrión
I. La materia y la madre provienen del mismo lugar. Si recorremos pacientemente el camino por el cual se forjaron esas palabras, terminaremos en medio de los claros de bosque.
Con la palabra ὕλη (hyle) los griegos antiguos designaban las tierras donde florecían los árboles e incluso, en lenguaje figurado, podían usarla para referirse a los árboles en sustitución de δέντδρα (dendra). Cuando el hacha obcecada golpeaba el tronco hasta derribarlo y luego lo cortaba en pequeños trozos, la palabra se conservaba para hablar de los leños y, por extensión, de la madera. Si forzamos un poco esta ruta, podemos suponer que cuando los griegos cruzaban el Helesponto sobre una embarcación de madera, en realidad seguían navegando sobre un bosque.
El mismo vocablo de ὕλη refería a la materia, que siempre está en tránsito al igual que los troncos partidos flotando sobre el océano. Sus desplazamientos no sólo implican variaciones de posiciones y ubicación, sino algo más decisivo: el cambio de las formas.
Estas resonancias múltiples no desaparecieron en la lengua de los romanos. El étimo latino mater se aleja del bosque, pero no así de las formas sucesivas de los árboles, pues de él surge nuestra madera. También de él se desprenden madre y materia, que en la memoria idiomática guardan una relación indisoluble.
Las raíces compartidas de esas voces nos recuerdan algo esencial: la materia no es la cosa inerte que solemos manipular con lógica utilitaria, sino la potencia viva que es capaz de seguir engendrando.
II. «Es un error sobre la mística suponer que deriva de un reblandecimiento de los instintos, de una savia comprometida —afirma Cioran—. Un Luis de León, un san Juan de la Cruz coronaron una época de grandes empresas». Es importante no perder de vista esto, en especial si partimos desde las circunstancias del mundo actual para aproximarnos a las obras de figuras visionarias y místicas, como Hildegard von Bingen.
Nuestra época está signada por un agotamiento y una erosión tan penetrantes que terminan proyectando su propia lógica sobre otros momentos históricos. Resulta comprensible que ahora pensemos en lo religioso como un ámbito meramente supraterrenal, dominado por creaturas mentales sin espesor ni historia, pues esta es la única forma en que nosotros podemos experimentarlo. Nuestras interpretaciones sobre el éxtasis están condicionadas por formas de vida cada vez más abstractas, mediadas y fragmentadas.
En otras palabras, la desmaterialización a la que estamos sometidos nos conduce a entender las experiencias místicas como si se trataran sólo de metarrelatos de orden espiritual o simbólico, imbuidos de un psiquismo al límite. Y es fácil deducir, erróneamente, que dichas experiencias atenúan, relativizan, subliman o niegan el ámbito material. Sin embargo, la dimensión mística exige que aceptemos su inminente naturaleza corpórea y la carnalidad de su sintaxis. Aún más, las visiones místicas sólo resultan comprensibles cuando asumimos su radical dosis de literalidad (que, en este caso, implica una tensión entre la insuficiencia de los signos y la imposibilidad de abandonarlos).
En Hildegard von Bingen lo anterior tiene varias implicaciones. Basta con apuntar la más inmediata (tal vez sea una obviedad, pero no conviene perderla de vista). Me refiero a que, para ella, no hay ningún hiato entre su exploración del mundo matérico, su lenguaje musical y su relación con lo divino —sería más exacto decir: con lo sagrado—. Se trata de una búsqueda obsesiva que desemboca en esferas múltiples, pero no excluyentes. Hildegard articula sus recursos expresivos dando cuenta de las fragilidades que recorren todo lenguaje, reformulando sus límites y asumiendo una innegable impronta sensual.
Dicho de otro modo, su trabajo sobre los materiales no sigue un modelo instrumental. Hildegard no quiere decir esto o aquello, sirviéndose ora de la música, ora de la escritura, ora de las iluminaciones, ora de la interlocución política o la observación empírica de las propiedades de los lagos, las plantas y los minerales. Más que una creadora de «obras» destinadas a comunicar un mensaje acabado o una colección de convicciones e ideas, ella generaba flujos, es decir, procesos y energías capaces de arrastrar cosas a su paso. De ahí que no debamos tratar de asumir sus visiones como si fueran la puesta en juego metafórica de una sustancia previa. Su experiencia siempre fue más abierta y radical, en gran medida porque nunca perdió de vista las posibilidades de lo matérico.
En consecuencia, el camino hacia Hildegard sólo puede ser uno: explorar de nueva cuenta sus materiales.
III. Desde estas coordenadas es posible aproximarse a una obra como Vísperas, de Emilio Hinojosa Carrión, pieza compuesta para un coro femenino de ocho voces (dos sopranos primeras, dos sopranos segundas, dos mezzosopranos y dos contraltos), así como espacialización para ocho canales.
En términos globales, la premisa consiste en emplear exclusivamente una serie de frases melódicas pertenecientes al Ordo virtutum de la propia Hildegard von Bingen. El trabajo compositivo de Emilio vuelve a dichos elementos y los transforma mediante el diseño de nuevas condiciones de escucha, modificando sus pautas espaciales.
Lo interesante de un abordaje como el descrito es que se basa —consciente o inconscientemente, qué más da— en la relación originaria que se apuntó al inicio, cristalizada en la ambivalencia del término ὕλη. Aquí, en un sentido muy puntual, los materiales de Hildegard regresan al bosque. Y este retorno es una prueba de su propia plasticidad matricia; una muestra de su fertilidad; el innegable hecho de que los embarga una potencia que les permite seguir engendrando nueva música.
IV. El canto medieval estaba integrado, grosso modo, por tres modalidades. La primera de ellas hunde sus raíces en la tradición del canto salmódico; era una especie de ecfonesis sobre notas relativamente fijas; la segunda es el llamado canto lírico, con melodías melismáticas breves, cuyos silabeos se basaban en modelos bien definidos, aunque no necesariamente rígidos; la tercera modalidad combinaba aspectos de las dos anteriores y dio pie al estilo neumático.
El primer movimiento de Vísperas retoma algunos rasgos del trabajo salmódico de Hildegard von Bingen, pero alterando su lógica. En lugar de centrarse en el canto monódico, Emilio yuxtapone distintos salmos para cada una de las voces, estableciendo una trama polifónica compleja. De esta forma se hace eco de algunas posibilidades compositivas trazadas por Thomas Tallis o Antoine Brumel para coros de gran envergadura, aunque en este caso la dotación coral sea mucho menos numerosa.
Dicha yuxtaposición nos permite escuchar el canto sin ceñirnos a su despliegue melódico-temporal natural. Por el contrario, los cantos se disuelven en una capa de sonidos que arrojan algunos rasgos armónicos que no están contemplados en las composiciones originales.
El segundo movimiento se basa, sobre todo, en la modalidad del canto melismático con una salvedad: el protagonismo ahora recae en los elementos que en un inicio tenían una función complementaria. El arquitecto Adolf Loos dijo en alguna ocasión que «el ornamento es un crimen». Aquí la lógica es precisamente la opuesta, pues se trabaja con los adornos, suprimiendo el cuerpo de las notas principales en las composiciones de Hildegard. Inevitablemente se crean silencios y espacios vacíos que enfatizan las inflexiones y florituras que antes estaban en segundo plano; esos pequeños pasajes que unían las notas ahora ausentes.
Esta forma de tomar pequeñas partículas y otorgarles mayor peso también guía el tercer movimiento, basado en «O rubor sanguinis». En este se ponen de relieve los finales de cada frase musical, exaltando el último vagido del coro; esos momentos particulares en que las notas «caen» debido a los límites físicos de la respiración.
Por último, el cuarto movimiento construye un contrapunto con todos estos materiales.
Adicionalmente, mediante recursos electrónicos se reintegra un elemento indispensable en toda música, particularmente en la tradición occidental de composiciones sacras: la espacialidad. Las condiciones aurales de templos, capillas y catedrales fueron fundamentales para la música religiosa. Estos sitios no sólo eran los espacios neutros donde acontecía una interpretación. Formaban parte del corpus musical. Gracias a sus particularidades acústicas, dotaban de materia sonora y afectaban ciertos parámetros de la afinación a través de la resonancia. Este rasgo es tan importante para la tradición aural de Occidente, dicho sea de paso, que ha sido heredado hasta las actuales producciones de la industria discográfica, en donde cuesta trabajo encontrar una voz que no esté modulada mediante el uso de reverberación electrónica.
Vísperas juega con estos elementos dividiendo la performance en dos entornos distintos: por un lado, el coro canta hacia el lago; al mismo tiempo, mediante los recursos electrónicos se trabaja con las características resonantes en otra sala distinta, desdoblando los elementos de la música religiosa en el bosque de Chapultepec.
A su vez, esta exploración se refleja en la partitura, centrada en una notación gráfica que sugiere su propio paisaje visual. Mejor aún: la partitura está construida como si fuera, en sí misma, la cristalización de un paisaje. Una escritura que aquí no tiene la función exclusiva de brindar la serie de pautas que los intérpretes deben seguir, sino la de crear un locus para que la materia pueda cumplir su travesía. Es decir, para que la materia pueda seguir mutando y regresar al lugar que le brinda su sentido.
Jorge Solís Arenazas
Ciudad de México, diciembre de 2020