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El azar y la necesidad (440 Hz, 2020)

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    440 Hz, 2020

    Emilio Hinojosa Carrión
    Tasks

    Escuchar las superficies

    Jorge Solís Arenazas

    Habitualmente, la afinación se considera como una condición sine qua non de la música. Una especie de requisito indispensable en cualquier lenguaje musical, igual que las reglas sanitarias en un quirófano o la buena ortografía en la escritura.

    Esta perspectiva, desde luego, es fruto de condicionamientos culturales, pues la escucha no es orgánica; está determinada por procesos históricos, a los cuales paradójicamente no siempre se les reconoce en su historicidad. Tal vez no sea exagerado sugerir que existe cierto «tonocentrismo» en la musicología (a despecho de vastas tradiciones musicales, como la india y la persa). Incluso no es raro que se hable de la afinación con aspiraciones normativas.

    Paradójicamente, al mismo tiempo que se fija un modelo de afinación, se desdeñan sus alcances, como si la afinación no pudiera ser un material compositivo por sí misma. Es cierto que no faltan exploraciones en este sentido. Basta mencionar, para no ir más lejos, los dos libros de El clave bien temperado, de Bach, o ciertos pasajes de Tristán e Isolda, en los que Wagner relativiza la preponderancia de ciertas marcas tonales.

    En la música moderna tampoco faltan referencias al respecto, como el Sonido 13 de Julián Carillo o algunos experimentos de La Monte Young, en especial The Well Tuned Piano. Recientemente, Emilio Hinojosa Carrión ha explorado las posibilidades de la afinación en dos obras: Piano afinado, de 2016, y 440 Hz, de 2020.

    La primera de estas piezas, como su nombre lo indica, está hecha para un piano, con la particularidad de que no es ejecutado por un instrumentista, sino por un afinador, quien trabajó con un viejo Steinway & Sons de inicios del siglo xx en muy malas condiciones. Él simplemente realizó el proceso normal para dejar el instrumento a punto. Con sus cuñas de goma y fieltros, apagó las cuerdas laterales para que los armónicos no «estorbaran» la ubicación de su oído y después fue manipulando las clavijas con las llaves correspondientes, sin valerse de un diapasón ni de un afinador cromático, sino guiándose únicamente con su propia memoria auditiva. No comenzó a afinar el piano desde La central, sino que fue recorriendo todas las octavas en orden, desde la nota más grave en adelante. El sonido que el afinador efectuaba para ir comprobando las notas fue registrado en el estudio de grabación (hacia el final de la pieza, de hecho, se alcanza a escuchar su voz). Y, con este material, Emilio realizó la composición.

    Al escuchar si se está frisando una nota o, por el contrario, si nos vamos alejando de ella, se remite de inmediato al lenguaje tonal. Sin embargo, en estas grabaciones dicho lenguaje no se comporta con su lógica tradicional (aquí no hay construcción melódica, no se sigue un tempo, no se tiene la intención principal de emprender una exploración tímbrica, etcétera).

    Poco a poco, lo que escuchamos se va revelando como un pequeño arrullo percutivo. A través de él se insinúan algunos esbozos armónicos, pero éstos son abandonados de inmediato y sólo nos quedamos con la reiteración exacerbada de las notas. Cada nota se encuentra con sus pares de otras octavas, como si pudiera observarse a través de espejos deformantes: es la misma, pero a la vez es otra, regresa con una altura distinta, sin alcanzar nunca la exactitud buscada.

    Con la afinación, en todo caso, sucede lo mismo que con el significado en el lenguaje: no es algo dado de una vez y para siempre, que esté más allá de todo contexto. Según datos de Roger H. Siminoff, un órgano ubicado en Halberstadt, construido hacia 1361, tenía una referencia de afinación para la nota La de aproximadamente 505 Hz. Tres siglos más tarde, en las páginas de su Syntagma Musicum, Michael Prætorius propuso un cambio de afinación. Con mediciones modernas, algunos han sugerido que la media de Prætorius rondaría por los 524 Hz. Los pocos diapasones del siglo xvii que aún se conservan (uno de los cuales pertenecía a Handel) están en torno a los 422 o 423 Hz, por encima del La usado en los conciertos barrocos, que podía llegar hasta los 415 Hz.

    Emilio se basa en la afinación predominante en nuestros días para La en 440 Hz. La partitura de esta obra está escrita para un conjunto de percusiones (los dos tambores del tablá, un long drum, un tom de piso y un djembé), que se emplean únicamente como cajas resonantes. Lo determinante es el uso del diapasón.

    Con esta pequeña herramienta de afinación se producen vibraciones en las membranas de cada tambor, de acuerdo con instrucciones específicas: por momentos, el diapasón debe quedarse fijo en áreas determinadas (diámetro, radio, centro); en otros instantes debe moverse de acuerdo con distintas trayectorias (describiendo circunferencias o desplazándose en zigzag, por ejemplo).

    Como resulta lógico, los 440 Hz son únicamente una marca para orientarse. La nota presenta múltiples variaciones debidas a muchos factores (la dinámica que imprime el intérprete, la mayor o menor presión con que coloca el diapasón sobre cada tambor, la duración de cada uno de los sonidos, entre otros). En esta pieza no se busca nunca dar el tono preciso, sino explorar los accidentes inevitables que surgen en torno a él. Así como alguna vez John Coltrane dijo que su obsesión era explorar todo lo que sucedía entre el Do y el Do sostenido, en 440 Hz todo se construye con las variaciones en torno al La. Lo que escuchamos son los accidentes que orbitan esta nota como si fueran los planetas en su eterno giro sobre un centro gravitacional.

    Cabe aclarar que esta pieza pertenece al ciclo más amplio que Emilio ha llamado, siguiendo al biólogo Jacques Monod, «El azar y la necesidad». Si en otras piezas de esta serie la búsqueda consiste en establecer parámetros para que los materiales se relacionen aleatoriamente entre sí, aquí estamos en el polo opuesto: la estructura rigurosa de la composición existió desde antes de que se grabaran los materiales. Es cierto que el azar no está conjurado por completo, pues al interior de esta estructura suceden fenómenos inesperados; después de todo, las sonoridades producidas durante la interpretación únicamente pueden ser controladas hasta cierto punto.

    La estructura de la obra surgió en referencia a la Tetraktys pitagórica (que seguía la secuencia 6:8:9:12). A grandes rasgos, la obra evoluciona con cierta linealidad. Va modificándose cada seis, ocho, nueve y doce segundos (las marcas en que los sonidos de cada percusión van entrando y saliendo). Con la salvedad de que el sonido del segundo ocho está marcado para que sea prácticamente imperceptible. Funciona como un vacío que completa la progresión pitagórica y, por su naturaleza, no necesita ya materializarse de manera obvia, sino que permanece en un segundo plano, casi oculto, como una sombra que, al mismo tiempo, forma parte de un cuerpo, pero conforma otra dimensión y resulta inasible.

    En 440 Hz el estudio de grabación vuelve a ser un elemento estratégico, pues no está pensada para interpretarse en vivo (aunque es factible hacerlo), sino que se construye a partir de grabaciones de acuerdo con las instrucciones de la partitura.

    Al entrar en juego, las grabaciones se modifican entre sí. Parten de una misma referencia a un tono, pero difieren en sus características tímbricas y sus duraciones. El resultado es que se transforman mutuamente (por ejemplo, al generar batimientos y otros accidentes armónicos). A su vez, van modificando el sentido de la estructura, la cual puede ser vista como una constelación o, mejor aún, como una pequeña galaxia con un comportamiento constante (de ahí que cada tambor represente a un planeta).

    Lo interesante de un planteamiento como éste es que toca un centro nervioso de todo lenguaje (en este caso, del musical). Puede expresarse como una aporía: en la medida en que el lenguaje intenta rehuir de su inmediatez, ésta se impone con mayor fuerza; por el contrario, al subrayar su materialidad, ateniéndose a sus condiciones literales, entonces el lenguaje transmuta y muestra su otra cara.

    En 440 Hz, los elementos más simples de la afinación —que encarna cierta «literalidad» del sonido— alcanzan para tejer una poética, siempre y cuando con esta palabra no entendamos una transcripción de un sentido, una expresión subjetiva o una construcción centrada en su naturaleza estética. Es, al contrario, un asunto de fisicidad: no se pretende construir «lo musical», sino indagar la corporeidad sonora. Dicho de otra forma, estamos ante apuesta que la estructura lanza para afirmarse y permitir que lo inesperado comience a habitarla. Finalmente, la estructura no es una armazón neutra, sino una potencia móvil y deseante. No vive de su aparente estabilidad, sino de aquello que desea: escuchar las superficies.

    Ciudad de México, julio de 2020

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